Entre espectros y cicatrices: Vanessa Guerrero Jiménez y la escritura como archivo viviente del horror

En un continente donde el horror ha sido crónica y costumbre, Vanessa Guerrero Jiménez se atreve a mirar de frente lo indecible. Su ensayo Lo corporal y lo espectral en los archivos del dolor/horror dentro de la narrativa latinoamericana contemporánea, que inaugura la colección Pensamientos desde el Sur de Vísceras Editorial, es una exploración punzante y necesaria sobre los modos en que la literatura del siglo XXI encarna la memoria, la violencia y el duelo no resuelto.

Vanessa no escribe desde la distancia académica, sino desde la experiencia encarnada de quien ha sentido la periferia en la piel. Nacida en una ciudad fronteriza del sur colombiano, su impulso por rescatar narrativas subalternas se convierte en una declaración política y poética. Las voces olvidadas, silenciadas, marginales —esos cuerpos que aún palpitan bajo las ruinas de la historia oficial— son las protagonistas de su análisis. “Detrás de toda escritura hay un cuerpo viviente que se duele, llora, piensa”, afirma, y su ensayo opera como una coreografía crítica de esos cuerpos que cargan el archivo del horror en la piel y el recuerdo.

Estructurado en tres desplazamientos —del documento al cuerpo, y del cuerpo al espectro—, el texto abre grietas en la forma en que se suele leer la violencia: no como un hecho cerrado, sino como una presencia espectral que insiste. La autora se vale de novelas y autoficciones recientes para mostrar que el archivo del horror ya no solo habita en los documentos, sino que ha migrado al lenguaje íntimo, a lo fantasmático, a la cicatriz. Como señala, “los fantasmas siempre regresan porque necesitan decirnos algo”. La literatura, en su visión, no salva ni absuelve, pero sí revela lo que el discurso político prefiere negar.

¿Cómo surgió tu interés por trabajar temas de memoria, archivos de la violencia y escrituras autoficcionales en la literatura latinoamericana?

Bueno, desde que estaba en los estudios de pregrado me he interesado por los temas de la memoria porque sentía que gran parte de la literatura colombiana había invisibilizado las voces y narrativas de autores de las regiones. Y pues, yo nací en una pequeña ciudad al sur, en la frontera con Ecuador, y las literaturas que allí se gestaban no eran conocidas en Bogotá o en otros centros principales como Medellín, Cali o Barranquilla. Yo entonces empecé a sentir la necesidad de reivindicar esas narrativas subalternas que también estaban configurando una memoria histórica, pero desde lugares de experiencias muy distintos a los del centro, los cuales, dicho sea de paso, ya estaban canonizados, enraizados en la mente de la mayoría de los colombianos. Luego, esta inquietud me condujo a hallar las causas por las cuales estas literaturas se mantenían en la periferia y así abrí una suerte de caja de pandora en la que la violencia empezó a ser el eje transversal a todo este ejercicio de memoria/olvido en un país que ha sufrido una imparable violencia desde el día de su fundación en el siglo XIX. Y entonces la relación entre literatura, archivos de la violencia y autoficción se mostró como una triada indivisible, entendiendo que detrás de toda escritura hay un cuerpo viviente que se duele, llora, piensa, palpita y encarna el horror que luego será (o lo intenta) transformado en escritura, en verso, en prosa, en ensayo, etc.

¿Qué papel crees que tiene hoy la literatura en la construcción o reconstrucción de las memorias colectivas en América Latina?

Esta pregunta me trae a la mente una frase de Ranciére, que además la tomó de Aristóteles, que decía algo así como que la historia narra lo que ocurrió, mientras que la literatura narra lo que pudo haber sucedido. Es decir, la literatura, como ese espacio que crea efectos de verosimilitud, permite pensar, procesar o, en términos psicoanalíticos, reactualizar las experiencias pasadas para darle un sentido que la historia no logra subsanar. Con esto no estoy poniendo en oposición a la historia y a la literatura en la lucha por el dominio de la representación o los discursos del pasado histórico, sino que lo que quiero decir es que la literatura reconstruye una memoria a partir de una verosimilitud ficcional que logra introducirnos en una reflexión crítica sobre el pasado, quizás de una manera más sensible y estética que la historia, por lo que su interpretación también tiene mucho de sensibilidad, empatía, dolor, muchas veces angustia, pero que nos posiciona ante un espejo al que ya no podemos ni debemos huirle. Hay que hacerle frente y responsabilizarnos de nuestro pasado colectivo.

¿Qué te motivó a estructurar el ensayo en tres desplazamientos del archivo: hacia el documento, el cuerpo y luego el espectro?

Este proceso responde a las derivas que nacieron a partir de mi tesis doctoral. En principio, esta tesis se centró en el estudio de narrativas latinoamericanas y su conexión con los archivos del horror; pero luego, cuando regresé a Colombia y empecé a trabajar en una facultad de Artes Escénicas, comprendí que este archivo podía también ser leído en la historia de los cuerpos, en nuestra propia piel y hueso, como una suerte de archivo vivo que también evidenciaba el horror del pasado. Sin alejarme de la literatura, me encontré con novelas que no trabajan una intertextualidad con documentos históricos, sino que mostraban a personajes que cargaban el archivo “a cuestas” en las marcas de su piel. Y luego, cuando leí el libro Espectros de Marx de Derrida, mi cabeza explotó y pensé en la presencia fantasmagórica de los archivos. Ese pasado que nos asusta, que negamos y le huimos porque lo consideramos ajeno a nuestro mundo de experiencia tangible, sensible, real, concreto. Y bueno, muchas veces en lo no dicho es donde se esconde la clave. Para mí, esta última parte del ensayo tiene que ver con esta suerte de negacionismo de nuestras sociedades latinoamericanas, una insistencia casi pueril en querer fingir que todo es feliz y tranquilo y que “vamos para mejor”. No lo sé. Insisto, los fantasmas siempre regresan porque necesitan decirnos algo, los archivos siempre se nos aparecen en las esquinas para decirnos que no olvidemos… que no olvidemos.

¿Qué desafíos encontraste al trabajar con textos literarios como “fuentes primarias” para pensar los archivos de la violencia?

Bueno, yo creo que el desafío más grande fue demostrar que este tipo de estudios críticos no están en la perspectiva de una suerte de “literatura comprometida”. En general, siento que se suele creer que quienes estudiamos obras literarias que abordan temas de memoria, violencia, corrupción, etc, estamos intentando hacer de la literatura una herramienta de salvación y pues nada está más lejos de la realidad que eso. Yo estoy convencida que la literatura, y el arte en general, no está aquí para salvar vidas ni expiar pecados; sino para hacernos ver lo que hemos reprimido y negado. De hecho, el protagonista de una de las novelas que trabajé (El Material Humano, de Rey Rosa) está en el Archivo Nacional de la Policía en la ciudad de Guatemala, y los empleados de ese lugar le comparten archivos y datos muy comprometedores como si un escritor, con su novela, pudiese hacer que la justicia opere más rápido o algo así… y precisamente eso es de lo que me cuidé al trabajar los textos literarios como principales fuentes de investigación. Yo creo que la literatura no está para reemplazar el deber de la justicia y de las comisiones de la verdad. Insisto en la idea de que la literatura debe conducirnos a reflexionar críticamente sobre nuestra condición humana, pero no es sustitutiva de una acción política concreta que conduzca a una restitución real de las víctimas.

¿Qué transformaciones ves en la literatura latinoamericana del siglo XXI respecto a la representación de la violencia y la memoria?

Yo noto que en la narrativa latinoamericana reciente esta representación de la memoria y la violencia ya no busca ser holística o totalizante, como sí quizás lo pretendían algunas novelas históricas de mediados del siglo XX, en las que aparecía una clara lucha política por el capital simbólico. Eran novelas que se pensaban como una resistencia a los discursos europeizantes y colonialistas que se habían impuesto a lo largo de los siglos en nuestros territorios. Siento que esta lucha estética era justa y necesaria para ese momento. Por otro lado, yo ahora veo que estas novelas del siglo XXI abordan la memoria a partir del limitado y sesgado espacio íntimo y personal de cada sujeto. De hecho, creo que el auge de autoficciones a partir del año 2001 demuestra que no se puede asegurar una verdad absoluta sobre el pasado doloroso, pero sí es posible (y más sensato) narrar mi experiencia particular de ese dolor, de esa violencia y cómo esta ha permeado mi camino de vida. Así, el giro que me parece valioso de entender es cómo un “ciudadano de a pie” piensa e incorpora esa historia de violencia en su día a día. Y esta nueva manera de representación de la memoria evita la idealización de los finales felices en los que el horror ha sido sanado. De hecho, un personaje como el de la novela Insensatez de Castellanos Moya nos muestra a un sujeto profundamente soberbio, pedante y orgulloso de su cinismo para con el dolor de los demás, porque, aunque a algunos de nosotros nos preocupe este grado de indiferencia, existen muchísimas personas allá afuera convencidas de que esa violencia histórica no los interpela en lo absoluto y eso, paradójicamente, es también una forma de narrar la memoria.

¿Qué esperas que los lectores encuentren o sientan al acercarse a tu ensayo?

Creo que esta es la pregunta más difícil de toda la entrevista jajaja. Especialmente porque pienso en esta idea de que la obra, una vez escrita, ya no le pertenece al autor sino a los lectores y ellos son los que deben navegar en solitario. No sé, la verdad me gustaría que los lectores disfrutaran de mi ensayo como una charla con amigos en un bar, en la que a medida que aumenta el número de botellas más profunda se torna la conversación y jugamos a arreglar el mundo, expresamos nuestras frustraciones, sueños y anhelos, una charla de sinceridad para con los demás. Y si bien soy consciente de que el tema no es particularmente feliz, creo que uno puede generar con la palabra abrazos de empatía ante esta avasallante violencia. Es como la frase de Hesse: “Debido a que el mundo está tan lleno de muerte y horror, intento una y otra vez consolar mi corazón y recoger las flores que crecen en medio del infierno”.

¿Qué te ha parecido que tu trabajo vaya a formar parte del catálogo del sello chileno Vísceras?

¡Genial! Me encanta poder ser parte de este catálogo. Yo considero que este tipo de publicaciones son muy necesarias hoy día, porque, aunque estemos en el 2025, todavía sigue existiendo una disparidad entre la cantidad de autores hombres que están siendo publicados y la cantidad de autores mujeres publicadas. La apuesta de creer que es posible una equidad discursiva es primordial. Además, he podido ver otras de las colecciones de Vísceras editorial y ese rescate de escritoras del siglo XIX también me parece maravilloso, creo que aquí vuelvo a lo que dije en la primera pregunta, sobre que hay voces que han sido invisibilizadas y que ahora que les permitimos hablar nos arrojan las piezas que faltaban para armar el rompecabezas. Eso es invaluable. Les agradezco y las felicito.

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